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«El Rapto de Europa»

Raptar a una mujer es fácil por muy continental que sea su nombre. Lo mismo sucede con los conceptos, las ideas, las imágenes, la patentes, los sistemas, todo puede ser raptado secuestrado, conquistado, manipulado, fusilado, plagiado, envasado, vendido y devaluado, cuando se vive en la avaricia y se dispone de un batallón de mediocres paniaguados que simulen la tempestad perfecta.

Esta fotografía «El Rapto de Europa» que forma parte de la colección Latente, es una puesta en escena con la que recreo el mito griego en el que Zeus se convierte en toro para «salvar» a Europa, llevándola al huerto en sus lomos.

Al igual que Hans Bellmer fue capaz de construir una iconografía estrambótica para preservarse de la dominación Nazi, mi excéntrica Nueva Fotografía, se construye con otras luces, para librarme de los raptos, secuestros, y huertos en los que vivimos adormecidos. Llámese Europa, Ciencia, Patria, Fotografía, Economía, o Energía, la evolución depende de nuestra capacidad de inventar  o intuir nuevas luces y palabras.

Esta crisis de los refugiados, la mayor crisis humanitaria desde la segunda guerra mundial, se adentró en Latente antes de que sucediera. La intuición es latente, lo dice Stephen Hawking “las máquinas no traerán un apocalipsis, pero la avaricia humana lo hará”. Martín Sampedro

 

«Cuando cuente hasta diez estarás en Europa»

Antón Fernández de Rota. A Coruña, octubre de 2015. (Extracto del libro «LATENTE» de Martín Sampedro)

 

Es de noche y un tren avanza. El tren no se ve. Solo las vías. Unos metros de vía iluminados; el resto es oscuridad. Los raíles pasan rápidos y monótonos, como el parpadeo mecánico que acaricia la pupila perdida en el orificio profundo del lobotomizado. Una voz en off se dirige a ti, cálida, pausada y grave: “Cuando cuente hasta diez estarás en Europa”.

 

Uno…

Europa no se ve tan fácilmente. Requiere preparación. Hay que aclimatar la vista y el oído, en la cadencia propia de lo onírico. Ευρώπη. Mitología. Rapto. Una mujer fenicia seducida por Zeus, engalanado para la ocasión vistiendo el cuerpo de un toro. Enamorada, Zeus se la llevó consigo a Grecia montada a su lomo, como en el cuadro de Moreau, donde el cuadrúpedo conserva un rostro humano para mirarla, con dulzura comprensiva, a los ojos. O tal vez Ευρώπη, la mujer engañada por aquel dios —“ignorante de a quién montaba”, según Ovidio—. Peor: Europa, mujer, fenicia, hija del rey, monarca en la œumene otra por antonomasia, mujer y asiática, secuestrada y apropiada. Esta es la versión de Herodoto. La imagen elegida por Tiziano. Pintada toque a toque, al son de los golpes que manchan el lienzo con los colorantes disueltos en el aceite, con un fondo de brochazo largo, cuya tensión de conjunto, caótica, tan solo el concierto cromático logra recomponer. Y el tren avanza.

 

Dostres…

Cuatro versiones de Europa, corriendo un velo sobre la mujer. Nos dicen que Europa es porque no es lo que fue. No hay rapto, menos aun mitología. Europa es una Civilización. Europa es un hecho histórico, un dato de positiva materialidad que existe por sí misma y no tiene necesidad de ir a buscarse fuera-de-sí. Contención. El coro de voces sigue acoplándose en canon. Grecia, o la Europa política y filosófica. Roma, o la Europa política y legal. La cruz de Europa, una cultura anclada al territorio signado por el chorreo de la sangre sacrificial. Y algo más, que por prudencia no se habitúa a decir en voz alta; un caudal de murmullos la definen en su susurro como una variación tonal: Europa, un color, blanca y no negra.

Imposible aceptar desde esta óptica el oscurecimiento propuesto por el historiador Martin Bernal, que sostenía lo siguiente. Durante siglos, incluidos los que comprenden sus periodos heroico-mitológico y filosófico-democrático, Grecia, más allá de sus conflictos orientales, fue imaginada como parte de una misma, basta y difusa área cultural egipcia y semita; solo a partir del XVIII pudo blanquearse la polis e imponerse la visión aria.

Nuevo rapto de Europa. Rapto ahora de su cuna, separada de sus dos hermanas, Asia y África.

 

Cuatro…

La última vez que Europa fue mujer, políticamente, lo fue sobre el mapa, antes de que al cuerpo del continente le naciese un Norte noble y un Sur grosero. El cartógrafo Sebastian Munster la representaba de pie. Europa Regina. En Iberia queda su cabeza coronada. Italia es el brazo que sostiene por Sicilia el orbe con la cruz. La otra extremidad escandinava, agarra con sus gélidas costas el cetro. La Galia es su pecho. Germania, su corazón. Sus faldas caen por Hungría y Polonia hasta tocar el suelo en Grecia y Moscú. Pero entonces se disipa, abrupta, la ensoñación de los Habsburgo. Europa es cisma. Un hachazo que la abate.

En lo sucesivo permanecerá por siempre en posición horizontal. Tumbada y desmembrada. Así lo sanciona Westfalia. Por más que el sueño cesáreo de la recomposición imperial siempre esté ahí, latente, y que de sus quimeras nazcan todos los bonapartes y los hítleres, y los señores de la Santa Alianza que ahora mueven los hilos de la Comisión Europea y el Banco Central; y la latencia de la latencia, que redescubre razas urálicas y helenas, ante la desesperación de los refugiados que escapan de sus tierras arrebatadas por las guerras gringas y europeas, arribando, desde Siria, a las tierras donde el Jobbik enarbola el estandarte y espumea, frente al antiguo sol y león persa, el Amanecer Dorado.

 

Cinco… seis…

La máquina que se confunde con Europa se abre paso pesada. Como el tren en la Europa de Lars von Trier, en el tramo final de una trilogía organizada en torno al elemento del crimen que es la latencia de todos los raptos de Europa. El tren soporta la carga de las sanguijuelas y las serpientes que se arrastran y se enroscan en sus asientos, amenazando al Juggernaut metálico con hacerlo descarrilar.

Europa viajó a paso de conquistador antes de recorrer los caminos de hierro. Bodas, primero, del Cielo y de la Tierra, en la imaginación de Colón, quien a orillas del Orinoco creyó haber descubierto el septentrional Paraíso perdido de Eva y Adán. Y un rápido intento de divorcio, exigido por Sepúlveda al dudar de la humanidad de los salvajes, ante el enfado del obispo de Chiapas. Las diatribas de Sepúlveda y De las Casas giraban en torno a esta cuestión: ¿hay un alma ahí, en ese cuerpo desnudo que habitan los salvajes? Pero ahora los europeos ya no se hacen este tipo de preguntas.

Una migración conceptuallas llevará desde una escisión de la humanidad de corte espiritual a otra material. La primera, religiosa, distinguiendo entre quienes están cerca o lejos del cielo por su constitución corporal. La segunda, geográfica, durante la Ilustración.

A la altura de Montesquieu los continentes se rompen en la verticalidad de la línea que va del Norte hasta el Sur. Gracias, paradójicamente, a la ayuda de quienes quedarán subordinados en esta nueva cartografía y climatología política. ¿Acaso no fueron los naturistas americanos, criollos e hispanos, quienes primero ofrecieron la taxonomía, aunque fuese para legitimarse ellos mismos?

La ciencia criolla dice: el temperamento colérico de los hispanos, en el propicio clima americano, se compensa con la humedad de las indias, surgiendo de lo flemático y de lo colérico una constitución sanguínea superior. Y Montesquieu replica un siglo después: observen los frutos cultivados en los climas germánicos; la racionalidad de sus leyes surge del clima que enfría las pasiones; la vieja ley germana, calculadora, exacta y diáfana: “el hombre que destape la cabeza de una mujer habrá de pagar seis sueldos, quien descubre la pierna hasta la rodilla también, y el doble si levanta el vestido por encima de esta articulación.”Observen ahora que ocurre en España: el calor nubla la razón, concluye Montesquieu. El sexo extiende su imperio. El Sur se entrega a la venganza en una espiral de violencia con su punto de origen en el adulterio, que inflama igualmente la imaginación de sus legisladores, recelosos de un pueblo pasional, tan vago y corrupto como ellos mismos lo son.

De esta climatología imaginada nace la primera figuración de aquellos dejados al Sur, y que hoy el Norte, siempre necesitado playas cálidas, prefiere llamar cerdos, haciendo chistes con el acrónimo “P.I.G.S”.

Si se quiere, se podrá representar así otra trilogía europea. Uno, dos, tres. El primer episodio lo protagonizan los conquistadores, el segundo los lumières, y el tercero… El tercer acto no ha terminado aún. El tren.

 

Siete…

Europa bífida, como la lengua de una serpiente. Europa del Norte y Europa del Sur. El pensamiento-víbora se duplica otra vez esparciendo su veneno al otro lado del océano. América del Norte y del Sur. Bipartición cargada con todo el simbolismo que arrastran los siglos y los milenios. Norte y Sur. El cuerpo ligado a la tierra y el que se alza hacia los cielos. La parte inferior del cuerpo: la barriga, las vísceras, el ano, los genitales. Las peligrosas fuentes de la pasión, que emponzoñan la razón cerebral. El vientre y el bajo vientre, la parte animal donde imperan y acucian las necesidades que ponen en peligro la corona de la mirada humana, allí donde el alma brilla con dios, enturbiando la pupila, difuminando así la distinción que separa lo humano de lo animal.

Las fiestas de los bobos y la risa pascual, la fiesta del asno y el carnaval, medievales y renacentistas. La inversión de lo cotidiano. La perversión de lo alto y lo bajo. La apertura del cuerpo en el realismo grotesco. El labrador que engulle al papa en la parodia, para ponerse en su santa piel. La vaca que duerme en los aposentos reservados a los amos. La mujer que abandona los ropajes que le son asignados. Quien se disfraza de animal, para comportarse por un día como tal. Corporalidades constructivistas. Grotescas, porque para entrar en comunión con el inferior absoluto, y subvertir las diferencias de naturaleza y de rango, necesitan deshacerse de la integridad. Mijaíl Bajtín: “el énfasis está puesto en las partes del cuerpo en que éste se abre al mundo exterior o penetra en él a través de sus orificios, protuberancias, ramificaciones y excrecencias tales como la boca abierta, los órganos genitales, los senos, los falos, las barrigas, la nariz”. Roto el cuerpo, adquiere profundidad.

Lo contrario de la pornografía, que jamás es grotesca u obscena. Que no es profunda sino plana, incluso cuando bucea en las jugosas cavernas del cuerpo.

Demasiado higiénica, la pornografía resulta en exceso científica para resultar grotesca… o erótica. Boris Vian: “el erotismo requiere una obscenidad ligeramente sublimada, una obscenidad poética”. Que es lo contrario de la exposición industrial del corte en serie de la carne a lo largo de los planos pornográficos; o científica, a la manera de la toma ginecológica del coño abierto o de la sonda en la que se convierte el pene lubricado bajo los focos que lo filman durante la penetración bucal, anal o vaginal. Carnicería fotográfica de la anatomía científica, una verga, unos pechos, el agujero del culo, mostrados por separado, pieza a pieza, en un plató tan densamente iluminado como el quirófano. El erotismo se baña en las aguas del misterio, necesita algo de oscuridad e indecibilidad, para mostrar atmosféricamente lo que no se ve. El porno, como la vieja ley germánica, lo expone todo y lo muestra parte por parte, iluminando las zonas con una misma luz. Tiene el encanto y la misma efectividad que la estantería de productos en un supermercado. Fácil, rápido, apetecible, despersonalizado, inventariado y categorizado, adecuado a las exigencias faltas de tiempo del just in time.

La Europa que viaja en el tren, por la tercera entrega de la trilogía, es pornográfica. El campo de concentración nazi lo fue, todo él, y no solo las Divisiones del Gozo, hechas de mujeres judías recrutadas a la fuerza para ser violadas por los oficiales. Facebook, Twitter y Tinder también lo son, pero de un modo interesante. Todos mentimos, y lo sabemos. Plena exposición de cada uno de nuestros instantes otrora íntimos, pero falseados. Y de ahí su atractivo, que ofrece a la pornografía del selfie regulada por la ciencia del logaritmo una pizca de misterio erótico y de jugueteo cínico. El tren que avanza, transita alocado ahora los viales de las redes sociales. Pero las segregaciones de la serpiente son susceptibles de volverse aquí pharmakon. Platón: el veneno que es remedio a la vez.

 

Ocho…

Una nueva representación del rapto: Latente, la obra de Sampedro. Los cuerpos del porno son demasiado reales para ser perfectos. Los que crea el fotógrafo, demasiado perfectos para ser reales. La latencia, en el mejor de los casos, es lo único que aquí es real. Versiones de Man Ray, envueltas en flujos digitales para desvelar el sonido oculto de su sensualidad. Escher erotizado. Y las muñecas de Bellmer… Aquí la clave.

Bellmer las armaba para vengarse de su padre nazi. La muñeca de múltiples pechos. La muñeca que toda ella es partes. Partes que pueden ser ensambladas una y otra vez, para descubrir la mecánica del deseo.

Bellmer seguía los pasos de Kleist, cuyo relato sobre el teatro de las marionetas había ilustrado. El mundo orgánico, escribía aquél, se está debilitando, pero el bailarín podrá aprender de estos extraños muñecos para renovar su arte. No hace falta individuar las partes de cuerpo atándolas al titiritero con una miríada de hilos. Cada movimiento las gobierna desde su propio centro de gravedad, en el interior de la figura, dibujando curvas maravillosas, ofreciéndole al humano posibilidades corporales insospechadas. Tal vez por esta imagen el Kafka de la Metamorfosis admiraba a Kleist. Quizás hubiese que alinear la poupée Bellner y las imágenes de Sampedro con otras marionetas más: las bunraku del teatro japonés, interpretadas por Barthes en El imperio de los signos, con su espectáculo de cuerpos desagregados.

¿Qué son todas ellas? El problema del pharmakon. Las imágenes de Sampedro asumen la forma del Cubo en la película de Vincenzo Natali, para invertir su funcionamiento; un cubo que bien puede ser tomado, como sugería Peter Flemming, crítico del management, como metáfora del mundo laboral actual.

Nunca se entra ni se sale de sus entrañas. Todo ha empezado antes de comenzar, y jamás acaba nada. Ni siquiera termina cuando la puerta de la oficina se abre y la traspasas y das el primer paso en el interior de tu casa. Un cubo da a otro cubo, dentro del mismo rompecabezas. Llamada del jefe al anochecer, cuando combates contra el sueño entre los cojines del sillón. Revisión del e-mail del trabajo mientras desayunas. Ni siquiera al dejar el empleo abandonas el cubo de cubos, pues ya estás atrapado en el continuo acto de invertir en tu capital humano para seguir adentrándote en aquello de lo cual nunca has salido. Cada habitáculo tiene una salida, sí, pero va a dar a otro más. Y estas habitaciones se mueven periódicamente, gobernadas por un logaritmo indescifrable, cambiando su posición para evitar que recuerdes el camino por el que has avanzado, si es que un día quieres recorrerlo hacia atrás.

Frente al Cubo de Natali, estas otras imágenes: “Psiquis y Cupido”, “Homos”, “La chica Golem de Bellmer”, “Andrógino amamantando dos medias naranjas”, “La muñeca de Hans”. Armadas con la audacia de Bellmer, Sampedro convierte el cuerpo en el exacto opuesto de aquella sádica colmena mecánica. La articulabilidad de las piezas es índice de libertad, en tanto que liberación de posibilidades. Y ello, gracias a un flirteo descarado con lo pornográfico, que prefiere abrazar su código para someterlo, antes que retroceder asustado ante la omnipresencia pornográfica; abrazarlo, antes que entregarse a la imposible tarea profiláctica de su condena, o a la inútil declamación del exorcismo, como la del impotente beato que se pertrecha tras un crucifijo, sin poder apartar su mirada deseante del catre donde se convulsiona la poseída.

Es mejor jugar en el dominio de lo pornográfico. Aceptar sus términos y desviarlos para llevarlos a otro lugar. Convertir la sobreexposición en latencia, reenviando el cuerpo desde los ámbitos de la ciencia y del supermercado de regreso al mundo de los sueños. La fragmentación, por el exceso numérico de partes y por el mezclado de cuerpos y órganos, termina por infectar la carnicería anatómica y el higienismo pornográfico con un realismo grotesco extraído del fantasioso reino del carnaval. Doble movimiento. De lo real a lo onírico y de lo onírico a lo real.

 

Nueve…

“La llave del paraíso/Swastica”, así se llama la imagen de Sampedro en la que dos cuerpos femeninos semidesnudos y unidos por sus nalgas, forman con sus piernas el símbolo indio del que se habían apropiado aquellos viejos nazis que llenaban el ferrocarril de Lars von Trier. El tren de la Europa raptada. El tren de las sanguijuelas sedientas de sangre y de todas las serpientes bífidas empeñadas en partir la tierra en dos, a imagen de sus lenguas venenosas, que han querido colocar un Norte siempre por encima de un Sur, incluso en el teatro pornográfico, alérgico a la obscenidad.

Ευρώπη, mujer, raptada, apropiada por el impulso sexual de un dios. Al fin, rapto pornográfico, dios raptor raptado, por una exuberancia de ciencia y de mercado. Ya se escucha el tic tac que preside la estación. Llegamos a la parada final. Y nos topamos en el andén con los mil cuerpos de lo grotesco, que asedian, como el viejo fantasma del aquél manifiesto, las fantasías y pesadillas de una Europa a la que estás a punto de entrar, y de la que nunca hemos salido, y que se tambalea mientras sus ruedas hacen a las vías chirriar.

Antón Fernández de Rota. A Coruña, octubre de 2015